Vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte

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hector leis

 

“Zorrilla de San Martín”

Aquella mañana del 21/08/97, amaneció con nubes ligeras y cielo plomizo que de a ratos asomaba entre ellas, como atisbando ese inusual movimiento que vivía Minas.

Gente que desde todas las direcciones del Departamento, unida con lo que llegaba desde otros lugares, sumaban una procesión silenciosa, cabizbaja y compungida, que sin mirarse siquiera, apenas extendida en el saludo al amigo o conocido su mano trémula, mientras brotaba de su pecho un suspiro de impotencia y resignación.

Los salones de la Intendencia, colmados y con un silencio aplastante, albergaban a todo un pueblo, apretados entre sí, con lágrimas en los ojos y pasos indecisos, buscaban en los rostros de unos y otros, el mensaje sublime del más sentido dolor cuando un ser que se valora, se quiere y admira de verdad, se ha ido físicamente para siempre.

No es el silencio del respeto, el del cumplido o la postura simple que se debe adoptar en homenaje a los dolientes. Es el peso del dolor que borra las palabras, es la emoción sublimada por la impotencia ante una realidad que agobia y enmudece…

El “Bolita” luchó y luchó contra ese enemigo, mutante y ocultó que devoraba su cuerpo. No luchaba por disfrutar del placer de la vida en sí, sino que no se resignaba a abandonar a su pueblo, a su querido pueblo que él sabía que también lo amaba tanto como lo necesitaba. Quería continuar trabajando como lo había hecho desde aquel día en que sus coterráneos creyeron en él, en su honradez, tenacidad e inteligencia.

Siempre hubo una comunidad armónica, comprensiva y de total reconocimiento para su lucha y desvelo por darle a su pueblo esa felicidad en la paz que tanto necesitaba la vida.

Muchas fueron las horas, los días y los años de esa lucha sin cuartel, que sólo su fe inquebrantable y ola convicción de ser correspondido por sus semejantes, lo mantuvieron en pie, más allá de la resistencia material y el dolor físico, que a pesar de ser mucho, nunca fue tan grande como el espiritual, el saber que no podía seguir ofreciendo lo mejor para su gente.

Agotado, su corazón detuvo su marcha y apagó la luz de sus ojos para que muchos corazones latieran por él y muchos ojos barnizaran con sus lágrimas esa luz que pretendían transmitirles.

Por eso lo del silencio de esas horas, el caminar sin rumbo buscando una explicación del por qué, que sabía que no había, buscando un consuelo que no llegaba y evaluando los pasos de la vida junto a la de él, para ver si ese egoísmo, que a veces noomnubila, no nos permitió brindarle esa sinceridad clara y noble que él nos brindó. Otros, recordaban su grandeza, caminaban en silencio en busca de algún rincón del corazón donde encontrar por siempre la imagen del ser querido que la ley de la vida nos llevó.

Por eso de ese silencio que ahogaba toda palabra, aún las de consuelo. Todas ellas eran insignificantes para medir el dolor por su pérdida y el reconocimiento por lo que fue.

Muy pocas veces vi una despedida física, tan significativa y que tanto nos dijera ese silencio contagioso, envolvente y nostálgico.

Esa fuerza invisible, redimiente y noble, que sólo en muy pocas ocasiones puede apoderarse de todo un pueblo, estuvo allí, y recorrió yéndose apenas el ruido de los pasos, que “avanzaban” o se “iban”, por el camino hacia la mora donde los pueblos destinan para la eternidad gratitud a los que son justos y grandes de corazón.

“Ni el frío mármol, ni el bronce, ni la perfección del arte, podrán emular aquello que se gana en el corazón de sus semejantes”.

El pedestal de su humildad fue tan grande, que enmudeció a su pueblo, quien no supo ni pudo encontrar la dimensión real para homenajearlo, ni la palabra justa para su consuelo.

¡Hasta siempre, Escribano Héctor Leis Riccetto!

Antonino Cabana

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